Una señal electrónica viaja desde el Laboratorio de Propulsión a
Chorro (JPL por sus siglas en inglés) de la NASA, situado en Pasadena,
California, hasta un vehículo robótico adherido a la cara inferior de la
capa de hielo de 30 centímetros de grosor que cubre un lago de Alaska.
El faro del vehículo se enciende. «¡Funciona!», exclama John Leichty, un
joven ingeniero del JPL, acurrucado en el interior de una tienda
plantada a escasa distancia sobre el hielo. Quizá no parezca una gran
hazaña tecnológica, pero podría ser el primer pequeño paso hacia la
exploración de una luna lejana.
Más de 7.000 kilómetros al sur, la
geomicrobióloga Penelope Boston avanza por una oscura caverna de México
a más de 15 metros de profundidad, con el agua turbia hasta las
rodillas. Como los otros científicos que la acompañan, Boston lleva
máscara y botella de oxígeno para protegerse del sulfuro de hidrógeno y
el monóxido de carbono, dos gases tóxicos que impregnan gran parte del
aire de la cueva. El agua que discurre alrededor de sus pies contiene
ácido sulfúrico. De repente, su linterna frontal ilumina una gota
alargada de fluido denso y semitransparente que rezuma de la inestable
pared calcárea. «¡Qué bonita es!», exclama.
Ambos lugares (un lago
ártico helado y una cueva tropical saturada de gases tóxicos) podrían
proporcionar claves para resolver uno de los misterios más antiguos y
apasionantes del mundo: ¿Hay vida fuera de nuestro planeta? Es posible
que la vida en otros mundos, ya sea en nuestro sistema solar o en torno a
estrellas distantes, tenga que florecer en océanos cubiertos de hielo,
como los de Europa, uno de los satélites de Júpiter, o en cuevas llenas
de gases, como las que quizás abundan en Marte. Si encontramos la
manera de aislar e identificar en la Tierra formas de vida capaces de
prosperar en ese tipo de ambientes extremos, estaremos un paso más cerca
de hallar vida en otros planetas.
No es fácil señalar el momento exacto en que la búsqueda de vida en
otros mundos pasó del terreno de la ciencia ficción al de la ciencia,
pero uno de los principales hitos fue una conferencia sobre astronomía
celebrada en noviembre de 1961. La organizó Frank Drake, un joven
radioastrónomo fascinado por la idea de buscar transmisiones de radio
alienígenas.
Cuando convocó la conferencia, la búsqueda de inteligencia extraterrestre, o SETI (acrónimo de Search for ExtraTerrestrial Intelligence),
«era esencialmente tabú en astronomía», recuerda ahora Drake, de 84
años. Pero con el apoyo del director de su laboratorio, logró reunir a
un grupo de astrónomos (entre ellos un joven científico planetario
llamado Carl Sagan), químicos, biólogos e ingenieros para debatir sobre
lo que hoy se denomina astrobiología, la ciencia de la vida fuera de la
Tierra. En particular, Drake necesitaba el asesoramiento de los expertos
sobre la racionalidad de dedicar una porción sustancial del tiempo de
observación de un radiotelescopio a la búsqueda de señales de radio
procedentes de otros planetas y sobre la forma de observación más
prometedora. ¿Cuántas civilizaciones puede haber en nuestra galaxia?, se
preguntaba. Por eso, antes de que llegaran sus invitados, garabateó una
ecuación en la pizarra.
Aquellos trazos apresurados, que hoy se
conocen como la famosa ecuación de Drake, delinearon un procedimiento
para dar respuesta a su pregunta. Lo primero es determinar el ritmo de
formación de estrellas semejantes al Sol en la Vía Láctea y multiplicar
ese número por la fracción de estrellas con sistemas planetarios.
Después, el resultado se multiplica por el número medio de planetas
aptos para la vida en cada sistema, es decir, aquellos planetas más o
menos del tamaño de la Tierra que orbitan a la distancia adecuada de sus
respectivas estrellas. Lo siguiente es multiplicar la cifra obtenida
por la fracción de planetas donde efectivamente surge la vida, y a
continuación, por la fracción de esos planetas donde aparece vida
inteligente. Luego habrá que multiplicar el número resultante por la
fracción de estos últimos planetas cuyos habitantes han desarrollado la
tecnología necesaria para enviar señales de radio, que podamos detectar.
El
último paso consiste en multiplicar el número de civilizaciones con
tecnología de radio por el tiempo medio en que esas civilizaciones
transmiten señales o incluso sobreviven.
La ecuación parecía lógica,
pero había un problema. Nadie tenía la menor idea de cuál podía ser el
valor de todos esos números o fracciones, con excepción de la primera
variable de la ecuación: el ritmo de formación de estrellas semejantes
al Sol. El resto eran puras conjeturas. Si los científicos de los
proyectos SETI lograban captar una señal de radio extraterrestre,
entonces ninguna de esas incertidumbres importaría. Pero hasta que eso
ocurriese, los expertos en cada factor de la ecuación de Drake tendrían
que tratar de encontrar los números correctos, ya fuera determinando la
tasa de sistemas planetarios alrededor de estrellas semejantes al Sol o
tratando de resolver el misterio del origen de la vida en la Tierra.
Tuvo
que transcurrir un tercio de siglo antes de que fuera posible empezar a
asignar valores estimativos a los diferentes términos de la ecuación.
En 1995 Michel Mayor y Didier Queloz, de la Universidad de Ginebra,
detectaron el primer planeta que orbitaba en torno a una estrella
semejante al Sol fuera de nuestro sistema solar. Aquel mundo, conocido
como 51 Pegasi b, se encuentra a unos 50 años luz de la Tierra y es una
enorme masa gaseosa cuyo tamaño es la mitad de Júpiter, con una órbita
tan próxima a su estrella que su «año» dura solo cuatro días y su
temperatura superficial supera los 1.000 °C.
Nadie pensó ni por un
momento que pudiera haber vida en un entorno tan infernal. Pero el mero
hecho de saber que existía ese planeta fue un gran paso adelante. A
comienzos del año siguiente Geoffrey Marcy, actualmente en la
Universidad de California en Berkeley, dirigió a su equipo en el
hallazgo de un segundo planeta extrasolar y, poco después, de un
tercero. Hasta la fecha se han localizado y confirmado casi 2.000
exoplanetas, algunos más pequeños que la Tierra y otros más grandes que
Júpiter; quedan miles a la espera de confirmación, la mayoría
descubiertos gracias al telescopio espacial Kepler, en órbita desde
2009.
Ninguno de esos planetas es exactamente igual a la Tierra, pero
los científicos confían en encontrar uno muy semejante en un futuro
próximo. Sobre la base de los descubrimientos de planetas ligeramente
más grandes realizados hasta el momento, los astrónomos calcularon
recientemente que más de una quinta parte de las estrellas parecidas al
Sol tienen a su alrededor planetas habitables, semejantes a la Tierra.
Desde un punto de vista estadístico, el más cercano podría estar a
apenas 12 años luz.
Es una buena noticia para los astrobiólogos. Sin
embargo, en los últimos años, los cazadores de planetas han comprendido
que no hay razón para limitar la búsqueda a las estrellas parecidas a
nuestro Sol. «Cuando estaba en el instituto, nos enseñaban que la Tierra
orbita en torno a una estrella corriente –dice David Charbonneau,
astrónomo de Harvard–. Pero eso no es cierto.» De hecho, alrededor del
80 % de las estrellas de la Vía Láctea son cuerpos pequeños, fríos,
tenues y rojizos, denominados enanas M. Si un planeta semejante a la
Tierra orbitara en torno a una enana M a la distancia justa (mucho más
cerca que la Tierra del Sol para evitar el frío excesivo), podría ser
tan acogedor para el desarrollo de la vida como un planeta igual a la
Tierra que gire en torno a una estrella parecida a nuestro Sol.
Además,
actualmente los científicos creen que un planeta no tiene por qué ser
del mismo tamaño que la Tierra para ser habitable. «En mi opinión –dice
Dimitar Sasselov, otro astrónomo de Harvard–, cualquier medida entre una
y cinco veces la masa de la Tierra sería ideal.» En pocas palabras, la
variedad de planetas habitables y las estrellas en torno a las cuales
podrían orbitar probablemente es mucho mayor que la establecida por la
conservadora apreciación de Drake y sus colegas en la conferencia de
1961.
Y eso no es todo. Resulta que la gama de temperaturas y
ambientes químicos donde podrían proliferar organismos extremófilos
también supera con mucho las expectativas más optimistas de los
asistentes a la conferencia de Drake. En la década de 1970 oceanógrafos
como Robert Ballard descubrieron las chimeneas hidrotermales: fisuras
del fondo oceánico de las que mana agua a elevadísimas temperaturas y en
cuyo entorno se desarrolla un variado ecosistema de bacterias que se
alimentan de sulfuro de hidrógeno y otras sustancias químicas disueltas
en el agua, y que a su vez son el sustento de otros organismos. También
se han hallado formas de vida en fuentes termales y en los gélidos lagos
situados a cientos de metros de profundidad bajo el manto de hielo
antártico, así como en medios extremadamente ácidos, alcalinos, salados o
radiactivos, e incluso en grietas diminutas de rocas situadas a un
kilómetro o más de profundidad. «En la Tierra son nichos aislados –dice
Lisa Kaltenegger, que trabaja en Harvard y en el Instituto Max Planck de
Astronomía–. Pero no sería descabellado pensar que en otro planeta
alguna de esas condiciones fuera la dominante.»
El factor que según
los biólogos es esencial para la existencia de vida tal como la
conocemos es el agua en estado líquido: un poderoso solvente capaz de
transportar los nutrientes disueltos a todas las partes de un organismo.
En lo que se refiere a nuestro sistema solar, sabemos desde la misión
de la sonda Mariner 9 a Marte en 1971 que en el pasado fluyó el agua por
la superficie del planeta rojo. Por lo tanto, es posible que haya
existido allí la vida, al menos en forma microbiana, y puede que aún
queden vestigios de aquellas formas de vida en el subsuelo, donde quizá
sea posible encontrar agua en estado líquido. Europa, la luna de
Júpiter, presenta grietas en su superficie helada, y relativamente
joven, lo que indica que bajo el hielo hay un océano de agua líquida. Al
encontrarse a 800 millones de kilómetros del Sol, el agua de Europa
debería estar totalmente congelada. Sin embargo, parece que se mantiene
en estado líquido gracias al calor generado por las mareas provocadas
por el tirón gravitatorio de Júpiter y de otras lunas jovianas. En
teoría, bajo los hielos de Europa podría existir vida.
En 2005, la
sonda Cassini de la NASA localizó chorros de agua eyectados de la
superficie de Encélado, un satélite de Saturno. Mediciones realizadas
más tarde por la nave y dadas a conocer en abril de este año confirman
que también allí podría haber una fuente subterránea de agua. Sin
embargo, los científicos aún no saben cuánta agua puede haber bajo la
costra helada de Encélado, ni si ha permanecido en estado líquido
durante el tiempo suficiente como para permitir la existencia de la
vida. En la superficie de Titán, el satélite más grande de Saturno, hay
ríos, lagos y lluvia. Pero el ciclo meteorológico de esta luna se basa
en hidrocarburos líquidos, como el metano y el etano, no en el agua.
Puede que allí haya alguna forma de vida, pero es muy difícil imaginar
cómo será.
Marte es mucho más parecido a la Tierra que cualquiera de
esas lunas distantes, y está mucho más cerca. La búsqueda de vida ha
inspirado casi todas las misiones al planeta rojo. El Curiosity de la
NASA está explorando actualmente el cráter Gale, donde hace miles de
millones de años hubo un lago enorme y el ambiente químico pudo ser
acogedor para los microbios, si existieron.
Una cueva en México no es
Marte, por supuesto, ni un lago en el norte de Alaska es Europa. Pero
la búsqueda de vida extraterrestre ha llevado a Kevin Hand, astrobiólogo
del JPL, y a los otros miembros de su equipo, entre ellos John Leichty,
al lago Sukok, en Alaska. La misma indagación ha hecho que Penelope
Boston y sus colegas visiten en múltiples ocasiones la venenosa cueva de
Villa Luz, cerca de Tapijulapa, en México. En ambos sitios los
investigadores han puesto a prueba nuevas técnicas para detectar signos
de vida en ambientes que a grandes rasgos son similares a lo que podrían
encontrar las sondas espaciales. En particular, buscan biofirmas, es
decir, signos visuales o químicos de la presencia de vida pasada o
presente.
Consideremos por ejemplo la cueva mexicana. Gracias a las
sondas orbitales sabemos que en Marte hay cuevas, y precisamente en esos
lugares es donde podrían haberse refugiado los microbios cuando el
planeta empezó a perder la atmósfera y el agua superficial hace unos
3.000 millones de años. Esos habitantes de las cuevas marcianas habrían
tenido que sobrevivir con una fuente de energía diferente de la luz
solar, como hacen estas gotas que exudan las paredes de la cueva
mexicana y que tanto fascinan a Boston. Los científicos denominan a
estas formaciones mucosas snottites. En la cueva hay miles, con
longitudes que van de un centímetro a más de medio metro. En realidad
son biopelículas, comunidades de microorganismos unidos en una masa
viscosa.
Los microbios de las snottites son quimiótrofos, me explica
Boston. «La oxidación del sulfuro de hidrógeno es su única fuente de
energía, y la producción de esta especie de moco es parte de su estilo
de vida.»
Las snottites son solo una de las diversas
comunidades microbianas presentes en la cueva. Boston, del Instituto de
Minería y Tecnología de Nuevo México y del Instituto Nacional de
Investigación de Cuevas y Formaciones Cársticas, afirma que debe de
haber alrededor de una docena de comunidades diferentes de microbios en
la cueva. «Cada una tiene un aspecto físico distintivo, y cada una
aprovecha diferentes sistemas de nutrientes.»
Una de esas comunidades
es particularmente interesante para la microbióloga y sus colegas. No
forma goterones ni burbujas, pero produce dibujos en las paredes de la
cueva: puntos, líneas e incluso redes de líneas que casi parecen
jeroglíficos. Los astrobiólogos han bautizado esos dibujos con el nombre
de biovermiculaciones, término derivado de la palabra «vermicular», que
significa «semejante a un gusano».
Se ha observado que los
microorganismos presentes en las paredes de la cueva no son los únicos
que producen trazos como estos. «Pueden verse en diferentes escalas, por
lo general en lugares donde escasea algún recurso», dice Keith
Schubert, ingeniero de la Universidad Baylor especializado en sistemas
de obtención de imágenes que acudió a la cueva de Villa Luz para
instalar cámaras que permitan monitorizar a largo plazo el interior de
la caverna. Según él, las hierbas y los árboles de las regiones áridas
también crean motivos biovermiculares. Y lo mismo puede decirse de las
costras biológicas, comunidades de bacterias, musgos y líquenes que
cubren el suelo de los desiertos.
Si esta hipótesis se confirma,
Boston, Schubert y otros científicos que están documentando las
biovermiculaciones pueden haber hallado un elemento de importancia
crucial. Hasta ahora, muchos de los marcadores de vida que han buscado
los astrobiólogos son gases, como el oxígeno producido por algunos
organismos terrestres. Pero el tipo de vida que produce una biofirma de
oxígeno puede ser solo uno entre muchos.
«Lo que me entusiasma de las
biovermiculaciones es que las hemos visto en muchas escalas diferentes y
en ambientes totalmente distintos –dice Boston–, y aun así el carácter
de los dibujos es muy similar.» Schubert y ella creen muy probable que
esos patrones, basados en sencillas reglas de crecimiento y competencia
por los recursos, sean literalmente una firma universal de la vida. En
las cuevas, además, los trazos permanecen, incluso cuando las
comunidades microbianas mueren. Si un vehículo de exploración encontrara
algo así en las paredes de una cueva marciana, «sabríamos hacia dónde
dirigir la atención», dice Schubert.
En la otra punta de américa del
Norte, los científicos e ingenieros que tiritan de frío en el lago Sukok
tienen una misión similar. Trabajan en dos puntos diferentes del lago:
uno de ellos junto a un núcleo de tres pequeñas tiendas de campaña que
los científicos han bautizado como «Nasaville», y el otro, con una sola
tienda, más o menos a un kilómetro de distancia. Como el metano que sube
burbujeando desde el fondo del lago agita el agua, hay algunos puntos
donde no se forma hielo. Por eso los científicos tienen que dar un largo
rodeo cuando se desplazan en motos de nieve de un campamento a otro.
El
metano fue lo primero que atrajo a los científicos al Sukok y otros
lagos cercanos de Alaska en 2009. Se trata de un hidrocarburo gaseoso
muy corriente generado por unos microorganismos que descomponen la
materia orgánica y que reciben el nombre colectivo de metanógenos. La
presencia de metano podría ser, por lo tanto, otra de las biofirmas que
los astrobiólogos podrían buscar en otros mundos. Pero este gas también
puede proceder de erupciones volcánicas y otras fuentes no biológicas, y
se forma de manera natural en la atmósfera de planetas gigantes como
Júpiter y en satélites como Titán. Por eso es crucial para los
científicos distinguir entre el metano biológico y el de origen no
biológico. Cuando el objeto de interés es el helado satélite Europa,
como le sucede a Kevin Hand, el lago Sukok, rico en metano y con la
superficie helada, no es un mal lugar para empezar.
Hand, Explorador
Emergente de National Geographic, prefiere Europa a Marte como terreno
para la astrobiología por una razón. Supongamos que vamos a Marte,
explica el astrobiólogo, y encontramos en el subsuelo organismos vivos
basados en el ADN, como la vida en la Tierra. Eso podría significar que
el ADN es una molécula universal de la vida, lo que sin duda es posible.
Pero también podría querer decir que la vida en la Tierra y la vida en
Marte tienen un origen común. Sabemos con certeza que algunas rocas
arrancadas de la superficie de Marte por impactos de asteroides han
acabado en la Tierra, y también podría ser que fragmentos rocosos de la
Tierra hayan ido a parar a Marte. Si esas rocas viajeras llevaban en su
interior microorganismos capaces de sobrevivir al trayecto, lo cual cabe
dentro de lo posible, entonces pudieron sembrar la vida en el planeta
de destino. «Si se descubre que la vida en Marte está basada en el ADN
–dice Hand–, no podremos saber si estamos o no ante un origen
independiente del ADN.» Pero Europa está muchísimo más lejos. Si
encontráramos vida en ese satélite, tendríamos que pensar que se originó
de forma independiente, aunque también esté basada en el ADN.
Europa
parece reunir los ingredientes básicos para la vida. Hay agua líquida
en abundancia, y es posible que en los fondos oceánicos haya chimeneas
hidrotermales similares a las de la Tierra que podrían aportar los
nutrientes necesarios para cualquier forma de vida que pueda existir
allí. En la superficie, este satélite recibe periódicamente el impacto
de cometas, cargados de compuestos químicos orgánicos que también
podrían servir de base para la vida. Las partículas de los cinturones de
radiación de Júpiter disocian el hidrógeno y el oxígeno del hielo,
formando toda una serie de moléculas que los organismos vivos podrían
utilizar para metabolizar los nutrientes químicos de las fuentes
hidrotermales.
El gran enigma es cómo podrían esas sustancias
químicas atravesar la capa de hielo, que probablemente tiene entre 15 y
25 kilómetros de grosor. Las misiones Voyager y Galileo revelaron que
el hielo está lleno de grietas. A principios de 2013, Hand y el
astrónomo Mike Brown, del Caltech, utilizaron el telescopio Keck II para
demostrar que las sales del océano de Europa posiblemente se están
abriendo paso hasta la superficie, quizás a través de algunas de esas
grietas. Posteriormente, ese mismo año, otro equipo de observadores,
empleando esta vez el Telescopio Espacial Hubble, detectó penachos de
agua líquida en el polo sur del satélite. Evidentemente, los hielos de
Europa no son impenetrables.
Todo esto hace que la idea de enviar una
sonda orbital a Europa sea cada vez más atractiva. Por desgracia, la
misión que el Consejo Nacional de Investigación de Estados Unidos evaluó
en su informe de 2011 fue considerada demasiado costosa: el presupuesto
era de 4.700 millones de dólares. Entonces un equipo del JPL dirigido
por Robert Pappalardo volvió a empezar de cero y rediseñó la misión. La
sonda Europa Clipper orbitaría Júpiter, y no Europa, ahorrando así mucho
combustible y dinero, pero sobrevolaría unas 45 veces el satélite, lo
que permitiría estudiar su química superficial y atmosférica, y también
de forma indirecta la química de su océano.
Según Pappalardo, la
misión rediseñada costaría menos de 2.000 millones de dólares a lo largo
de toda su vida útil. Si finalmente se aprueba, «esperamos que el
lanzamiento tenga lugar entre comienzos y mediados de la década de
2020». Si para el lanzamiento se usa un cohete Atlas V, el viaje a
Europa durará unos seis años. «Pero también es posible –añade– que
podamos lanzar la sonda con el SLS, el nuevo sistema de lanzamiento
espacial que está desarrollando la NASA. Es un cohete muy grande, con el
que podríamos llegar en 2,7 años.»
Es poco probable que la Clipper
sea capaz de encontrar vida en Europa, pero puede ayudar a abrir el
camino para el envío de un módulo de aterrizaje que explore la
superficie y estudie su composición química, como se hace en Marte con
los todoterrenos. La Clipper también podría buscar los mejores sitios
para aterrizar. El siguiente paso lógico, tras el módulo de aterrizaje,
sería enviar una sonda para explorar el océano, lo cual, según el grosor
de la capa de hielo, podría ser mucho más complicado. Como alternativa,
los científicos de la misión podrían tratar de localizar un lago
contenido dentro de la capa de hielo, cerca de la superficie. «Cuando
esa sonda de exploración subacuática entre por fin en funcionamiento
–dice Hand–, en términos evolutivos será como haber llegado a la fase de
Homo sapiens, mientras que ahora, haciendo pruebas en Alaska, estamos
en la de Australopithecus.»
El vehículo relativamente tosco que Hand y
su equipo están probando en el lago Sukok se desplaza bajo una capa de
30 centímetros de hielo. Su flotabilidad lo mantiene firmemente adherido
a la cara inferior de la costra helada, donde sus sensores miden la
temperatura, la salinidad, el pH y otras características del agua. Pero
no busca directamente organismos. Esa misión corresponde a los
científicos que trabajan al otro lado del lago. Uno de ellos es John
Priscu, de la Universidad del Estado de Montana, quien el año pasado
extrajo bacterias vivas del lago subglacial Whillans, 800 metros por
debajo del manto de hielo de la Antártida Occidental. Junto con la
geobióloga Alison Murray y la estudiante de posgrado Paula
Matheus-Carnevali, Priscu investiga qué características deben tener los
ambientes gélidos para acoger vida y qué tipos de organismos viven en
ellos.
Por muy valioso que sea el estudio de los organismos
extremófilos, solo puede proporcionar indicios terrestres para un
misterio extraterrestre. Muy pronto, sin embargo, dispondremos de otro
medio para rellenar las lagunas de la ecuación de Drake. La NASA ha
aprobado un nuevo telescopio cazador de planetas, el Satélite de
Búsqueda de Exoplanetas en Tránsito (TESS, por sus siglas en inglés),
cuyo lanzamiento está previsto para 2017. El TESS buscará planetas en
torno a las estrellas más cercanas y localizará candidatos para que los
astrofísicos intenten detectar biofirmas gaseosas en las atmósferas
planetarias. El Telescopio Espacial James Webb, cuyo lanzamiento está
previsto para 2018, facilitará en gran medida esas investigaciones.
Algunos
astrobiólogos están considerando incluso una posibilidad que parece más
propia de la ciencia ficción. Todo el estudio de las biofirmas y los
organismos extremófilos parte de la base de que la vida en otros
planetas, como la vida en la Tierra, utilizará el agua como solvente y
estará basada en moléculas complejas que incorporen el carbono como
parte esencial de su estructura. Una de las razones de ese punto de
vista es que el carbono y el agua abundan en toda la Vía Láctea. La otra
es que no sabemos cómo buscar formas de vida que no estén basadas en el
carbono, ya que no conocemos sus biofirmas.
«Si limitamos de ese
modo nuestra investigación, podríamos fracasar –advierte Sasselov, de
Harvard–. Tenemos que hacer un esfuerzo para comprender por lo menos
algunas de las alternativas y determinar cuáles serían sus biofirmas
atmosféricas.» Así pues, su equipo en Harvard está buscando biologías
alternativas que podrían existir en mundos distantes, donde, por
ejemplo, el ciclo del azufre podría reemplazar al del carbono, que
domina la biología terrestre.
Como telón de fondo de toda esta
investigación se mantiene el proyecto que puso en marcha la
astrobiología hace más de medio siglo. Frank Drake continúa buscando
señales extraterrestres, un descubrimiento que superaría a cualquier
otro. Aunque lamenta que casi toda la financiación de los proyectos SETI
se haya cancelado, está entusiasmado con un flamante proyecto que
intentará detectar destellos de luz procedentes de civilizaciones
extraterrestres. «Tiene sentido probar todos los enfoques posibles
–dice–, porque no tenemos ni idea de lo que los extraterrestres podrían
estar haciendo realmente.»
nationalgeographic.com
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