Hace más de tres mil millones de años un megaorganismo se extendió por el mar con la chispa de la vida. Este organismo, que los científicos llaman LUCA, parece haber sido una amorfa constelación de células en un estado de intercambio idílico que abarcó el océano, haciendo del planeta Tierra prácticamente un solo organismo vivo. Las implicaciones de LUCA (Last Universal Common Ancestor), desde una perspectiva estrictamente científica, giran en torno a que toda la vida en la Tierra está relacionada y tiene un ancestro en común; desde un punto de vista especulativo, la presencia primordial de LUCA nos remite a la idea que atraviesa la historia sobre una especie de diosa planetaria —la llamada Madre Naturaleza— que funge como la matriz unificadora de esta existencia y de esta realidad terrenal. Y en este sentido LUCA, podríamos aventurar, quizás no sea solamente el organismo que dio origen a la vida en la Tierra: es la Tierra misma y la vida entera.
Aunque la idea de LUCA, un último antepasado común universal, es polémica, el trabajo reciente de Gustavo Caetano-Anollés de la Universidad de Illinois en Urbana-Champaign sugiere que su existencia es plausible. Aparentemente LUCA sería el resultado del esfuerzo primigenio de la vida para sobrevivir en una atmósfera que aún no se recombinaba para producir los moléculas que permiten la vida como la conocemos. Sin embargo estas condiciones remotas, hace unos 3.6 mil millones de años (se calcula que la Tierra tiene poco más de 4 mil millones de años), eran también las de un idilio de transmisión de información genética. Las células primitivas que intentaban sobrevivir intercambiaban partes útiles sin tener que competir entre ellas, creando lo que se sugiere fue un “mega-organismo global”.
Se calcula que fue hace 2.9 mil millones de años que LUCA se dividió en tres dominios de vida: las bacterias unicelulares, los archaea y los eucariotes, los cuales dieron pie a la formación de plantas y animales.
El trabajo de Caetano-Anolles sostiene que si bien las secuencias de los genes cambian rápidamente, la estructura tridimensional de las proteínas que codifican es más resistente al paso del tiempo. Así que si todos los organismos hacen hoy en día una proteína con la misma estructura general, es muy probable que esa estructura estaba presente en LUCA. Estas proteínas, según Caetano-Anolles, son fósiles vivientes, y, como la función de una proteína depende en gran medida de su estructura, nos pueden decir lo que LUCA hacía.
Caetano-Anollés buscó en una base de datos de 420 organismos modernos estructuras que fueran comunes a todos. De estas estructuras encontró que entre el 5 y el 11 por ciento eran universales, lo que significa que se habían conservado lo suficiente para haberse originado en LUCA. Al observar sus funciones, concluyó que LUCA tenía enzimas capaces de descomponer y extraer energía de los nutrientes y equipo para fabricar proteínas, aunque no para hacer y leer moléculas de ADN. Al parecer LUCA usaba carbono y nitrato como fuentes de energía.
Según Armen Mulkidjanian, de la Universidad de Osnabrück en Alemania, LUCA solo podía hacer membranas isoprenoides simples y posiblemente también tenía uno organelo. Investigaciones realizadas en el 2003 descubrieron un organelo llamado acidocalcisome en bacterias. Caetano-Anolles encontró que este organelo también está presente en los archea; esto indica que el acidocalcismo ocurre en los tres dominios de la vida y se remonta a LUCA (Biology Direct, DOI: 10.1186/1745-6150-6-50).
Anthony Poole, de la Universidad de Canterbury en Nueva Zelanda, no encontró evidencia de que LUCA tuviera los ribonucleotidos que forman la base del ADN. Sin embargo, considera que es probable que LUCA haya usado ARN (muchos biólogos creen que el ARN surgió primero, pues puede almacenar información y controlar reacciones químicas).
LUCA es lo que se llama un “progenote”, según la definción de Carl Woese, capaz de hacer proteínas usando genes como una plantilla, pero en este proceso un tanto torpe creando proteínas que muchas veces no cumplen la función especificada —como si fuera una de esas temibles entidades caóticas que conjura en su obra H.P. Lovecraft.
Para sobrevivir en los primeros estadios de la biogénesis las células debieron de haber compartido genes y proteínas, en un libre trueque fluyendo a lo largo del caldo primordial. Nuevas y útiles moléculas hubieron de pasarse entre células sin competencia alguna y eventualmente se globalizaron.
“Era más importante mantener en orden al sistema viviente que competir con otros sistemas”, dice Caetano-Anolles, y añade que este comercio libre y falta de competencia significó que este “océano viviente primordial” funcionó esencialmente como un único megaorganismo
Solo cuando las células evolucionaron formas de producir todo lo que necesitaban se pudo dividir este megaorganismo. Los científicos no saben por qué ocurrió esto, pero aparentemente coincidió con la aparición del oxígeno en la atmósfera, hace unos 2.9 millones de años. Entonces la vida en la Tierra nunca fue igual.
Ahora bien, si tomamos por cierta la hipótesis de LUCA, esto nos coloca en una zona de alta estimulación (auto)inquisitiva, aunque por momentos llavándonos fuera del ajustado traje de la ciencia, hacia un mar membranoso, como un cuerpo de medusa de preguntas. Intentemos entonces abrir las puertas aunque estas no nos lleven a la tierra firme de la definición.
Primero, el hecho de que literalmente partamos de una biounidad planetaria podría tener ciertas consecuencias en la integración de nuestra naturaleza, especialmente desde una perspectiva de teoría de sistemas. En algunas ocasiones se ha jugado con la idea de que todos somos polvo de estrellas y que esto de alguna forma misteriosa nos otorga una unidad universal, valga la redundancia, en la que, como cosas cósmicas, no solo participamos en las misma estructura fundamental y en la legislatura del universo, sino compartimos una historia y una semejanza, la cual nos conecta a distancia a través de una memoria. En cierta forma en nuestros átomos está grabada aquella Gran Explosión inicial, corre también el oro de las primeras supernovas y la luz de la Galaxia brilla en las órbitas de nuestros ojos.
Esta historia compartida, sentido de pertenencia cósmica, evidentemente se intensifica entre más cercanía existe en el tiempo y en el espacio. Si bien muchos tenemos la noción de que la vida es una —ya sea por una inclinación mística o pagana o por la simple y llana razón de que la evolución del ADN nos enrama en un tronco común—, el saber que eones atrás, al menos de manera prototípica, fuimos (como seres de la Tierra) parte de un inmenso metaorganismo que se extendió a lo largo y ancho del océano, funcionando como un solo sistema en un estado de apacible comunión genética, hace que se recobre —en una ola de holismo— este profundo sentido de unidad que la existencia moderna carece y que algunos identifican, desde el mito, como el paraíso perdido.
Evidentemente el ser que plantea la ciencia es un ser primitivo cuyas funciones no aspiran a la complejidad que actualmente se ha querido atribuir a la conciencia, la cual se considera un pináculo de la evolución de la materia, que se centra casi exclusivamente en el cerebro. Sin embargo, esta concepción puede ser debatida desde distintos ángulos, muchos de los cuales se alejan de la ciencia y se incrustan en el pensamiento religioso —aunque podemos rescatar el trabajo del biólogo Rupert Sheldrake, quien ha teorizado que los planetas, las estrellas y las galaxias, podrían ser superorganismos capaces de integrar o unificar todas sus partes, todos sus habitantes, en una sola conciencia. La religión oriental en muchos casos mantiene que la conciencia es un principio fundamental del universo y es ella la que proyecta a la materia; de manera relacionada, las culturas chamánicas históricamente han visto a la naturaleza como una manifestación del espíritu.
Aquí surge una vertiente sumamente interesante en la especulación de la teoría de la conciencia como una mente extendida, que quizás no sólo trascienda los límites del cerebro sino los del cuerpo entendido como un organismo separado de otros organismos. ¿Es posible que todo lo que existe en este planeta siempre haya sido parte de un solo sistema dinámico que engloba a toda la materia bajo una especie de software, que podríamos llamar la mente del planeta (el Logos de Gaia en palabras de Terence Mckenna)? Tal vez solamente de manera superficial estamos disociados y funcionamos aparte, pero de la misma manera que podemos decir que todas las células de nuestro cuerpo son parte integral de nuestro organismo, que son nosotros —aunque quizás cada célula individual difícilmente podría darse cuenta de que es parte de ese sistema— así somos parte celular de este superorganismo que ha evolucionado de una masa amorfa primitiva a una extensión casi inalámbrica de vida diversa que mantiene una unidad secreta e inmarcesible (¿Es LUCA un proto-buda colectivo?). Ese mar de vida primordial en el que cada célula individual nadaba dentro de las olas que eran venas de un ser inmenso, se puede haber transformado en un mar virtual igualmente hipervinculado, donde la unión no necesita compartir un mismo límite corporal y flota en el aire, en el agua, en la tierra, en el fuego y en el éter (¿somos secretamente aún LUCA?). Este origen común tal vez sea lo que permite la comunicación de las conciencias animales, vegetales, minerales y posiblemente de otros tipos, como los elementales. Plantas que hablan al hombre; animales que lo llaman y a veces hombres que se vuelven plantas y animales: un canal abierto a través de las especies bajo el soporte de la conciencia de la fuerza dadora de vida.
La física cuántica sostiene que las partículas subatómicas están vinculados por un entrelazamiento cuántico, el cual implementa una transmisión de información a distancia que podemos imaginar como un internet Wi-FI entre los bloques fundacionales de la materia que existe en todo el universo, pero que no solo permite la transmisión de información, sino que hace que las partículas subatómicas reaccionen instantáneamente a la información que recibe otra patícula con la que estuvo en contacto. Esto sugiere que es imposible estar desconectados de lo que le sucede a algo con lo que alguna vez hemos estado conectados. Podemos llevar esta conexión cuántica, metafóricamente, a una escala biológica, aunque la ciencia sostiene que las propiedades “fantasmagóricas” del mundo cuántico se desdibujan al llegar al mundo macroscópico; después de todo inexorablemente estamos formados por estas partículas que están conectadas con todas las partículas del universo. Y como sugieren aquellas codas en las meditaciones budistas, todos los seres vivos del planeta forman parte de un ecosistema de interconciencia, donde, aunque las conexiones sean más o menos débiles, inevitablemente compartimos un estado. La idea de Heidegerr del ser-con, de que el ser de las cosas nada es sin la trama de relaciones que lo vinculan a lo demás, literalmente: y somos, entonces, partículas de planeta.
¿Es LUCA, la prueba de la existencia de la Madre Tierra? La ciencia nunca lo diría y llamaría esto una fantasía new-age o un delirio neopagano, y tal vez tenga razón, pero la intuición de que somos juntos y de que la naturaleza es la manifestación visible de una sola conciencia encuentra (o crea) en esta entidad —animal fantástico de la ciencia— un precursor para completar la gran obra planetaria o piedra filosofal colectiva.
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