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LOS INVITO A DESCUBRIR LOS SECRETOS COSMICOS

lunes, 28 de julio de 2014

Una de las preguntas más antiguas de la humanidad podría encontrar respuesta en los próximos años: ¿estamos solos? Por Michael D. Lemonick

Una señal electrónica viaja desde el Laboratorio de Propulsión a Chorro (JPL por sus siglas en inglés) de la NASA, situado en Pasadena, California, hasta un vehículo robótico adherido a la cara inferior de la capa de hielo de 30 centímetros de grosor que cubre un lago de Alaska. El faro del vehículo se enciende. «¡Funciona!», exclama John Leichty, un joven ingeniero del JPL, acurrucado en el interior de una tienda plantada a escasa distancia sobre el hielo. Quizá no parezca una gran hazaña tecnológica, pero podría ser el primer pequeño paso hacia la exploración de una luna lejana.
Más de 7.000 kilómetros al sur, la geomicrobióloga Penelope Boston avanza por una oscura caverna de México a más de 15 metros de profundidad, con el agua turbia hasta las rodillas. Como los otros científicos que la acompañan, Boston lleva máscara y botella de oxígeno para protegerse del sulfuro de hidrógeno y el monóxido de carbono, dos gases tóxicos que impregnan gran parte del aire de la cueva. El agua que discurre alrededor de sus pies contiene ácido sulfúrico. De repente, su linterna frontal ilumina una gota alargada de fluido denso y semitransparente que rezuma de la inestable pared calcárea. «¡Qué bonita es!», exclama.
Ambos lugares (un lago ártico helado y una cueva tropical saturada de gases tóxicos) podrían proporcionar claves para resolver uno de los misterios más antiguos y apasionantes del mundo: ¿Hay vida fuera de nuestro planeta? Es posible que la vida en otros mundos, ya sea en nuestro sistema solar o en torno a estrellas distantes, ten­ga que florecer en océanos cubiertos de hielo, como los de Europa, uno de los satélites de Júpiter, o en cuevas llenas de gases, como las que quizás abundan en Marte. Si encontramos la manera de aislar e identificar en la Tierra formas de vida capaces de prosperar en ese tipo de ambientes extremos, estaremos un paso más cerca de hallar vida en otros planetas.

No es fácil señalar el momento exacto en que la búsqueda de vida en otros mundos pasó del terreno de la ciencia ficción al de la ciencia, pero uno de los principales hitos fue una conferencia sobre astronomía celebrada en noviembre de 1961. La organizó Frank Drake, un joven radioastrónomo fascinado por la idea de buscar transmisiones de radio alienígenas.
Cuando convocó la conferencia, la búsqueda de inteligencia extraterrestre, o SETI (acrónimo de Search for ExtraTerrestrial Intelligence), «era esencialmente tabú en astronomía», recuerda ahora Drake, de 84 años. Pero con el apoyo del director de su laboratorio, logró reunir a un grupo de astrónomos (entre ellos un joven científico planetario llamado Carl Sagan), químicos, biólogos e ingenieros para debatir sobre lo que hoy se denomina astrobiología, la ciencia de la vida fuera de la Tierra. En particular, Drake necesitaba el asesoramiento de los expertos sobre la racionalidad de dedicar una porción sustancial del tiempo de observación de un radiotelescopio a la búsqueda de señales de radio procedentes de otros planetas y sobre la forma de observación más prometedora. ¿Cuántas civilizaciones puede haber en nuestra galaxia?, se preguntaba. Por eso, antes de que llegaran sus invitados, garabateó una ecuación en la pizarra.
Aquellos trazos apresurados, que hoy se co­nocen como la famosa ecuación de Drake, delinearon un procedimiento para dar respuesta a su pregunta. Lo primero es determinar el ritmo de formación de estrellas semejantes al Sol en la Vía Láctea y multiplicar ese número por la fracción de estrellas con sistemas planetarios. Después, el resultado se multiplica por el número medio de planetas aptos para la vida en cada sistema, es decir, aquellos planetas más o menos del tamaño de la Tierra que orbitan a la distancia adecuada de sus respectivas estrellas. Lo siguiente es multiplicar la cifra obtenida por la fracción de planetas donde efectivamente surge la vida, y a continuación, por la fracción de esos planetas donde aparece vida inteligente. Luego habrá que multiplicar el número resultante por la fracción de estos últimos planetas cuyos habitantes han desarrollado la tecnología necesaria para enviar señales de radio, que podamos detectar.
El último paso consiste en multiplicar el nú­mero de civilizaciones con tecnología de radio por el tiempo medio en que esas civilizaciones transmiten señales o incluso sobreviven.
La ecuación parecía lógica, pero había un problema. Nadie tenía la menor idea de cuál podía ser el valor de todos esos números o fracciones, con excepción de la primera variable de la ecuación: el ritmo de formación de estrellas semejantes al Sol. El resto eran puras conjeturas. Si los científicos de los proyectos SETI lograban captar una señal de radio extraterrestre, entonces ninguna de esas incertidumbres importaría. Pero hasta que eso ocurriese, los expertos en cada factor de la ecuación de Drake tendrían que tratar de encontrar los números correctos, ya fuera determinando la tasa de sistemas planetarios alrededor de estrellas semejantes al Sol o tratando de resolver el misterio del origen de la vida en la Tierra.
Tuvo que transcurrir un tercio de siglo antes de que fuera posible empezar a asignar valores estimativos a los diferentes términos de la ecuación. En 1995 Michel Mayor y Didier Queloz, de la Universidad de Ginebra, detectaron el primer planeta que orbitaba en torno a una estrella semejante al Sol fuera de nuestro sistema solar. Aquel mundo, conocido como 51 Pegasi b, se encuentra a unos 50 años luz de la Tierra y es una enorme masa gaseosa cuyo tamaño es la mitad de Júpiter, con una órbita tan próxima a su estrella que su «año» dura solo cuatro días y su temperatura superficial supera los 1.000 °C.
Nadie pensó ni por un momento que pudiera haber vida en un entorno tan infernal. Pero el mero hecho de saber que existía ese planeta fue un gran paso adelante. A comienzos del año siguiente Geoffrey Marcy, actualmente en la Universidad de California en Berkeley, dirigió a su equipo en el hallazgo de un segundo planeta extrasolar y, poco después, de un tercero. Hasta la fecha se han localizado y confirmado casi 2.000 exoplanetas, algunos más pequeños que la Tierra y otros más grandes que Júpiter; quedan miles a la espera de confirmación, la mayoría des­cubiertos gracias al telescopio espacial Kepler, en órbita desde 2009.
Ninguno de esos planetas es exactamente igual a la Tierra, pero los científicos confían en encontrar uno muy semejante en un futuro próximo. Sobre la base de los descubrimientos de planetas ligeramente más grandes realizados hasta el momento, los astrónomos calcularon recientemente que más de una quinta parte de las estrellas parecidas al Sol tienen a su alrededor planetas habitables, semejantes a la Tierra. Desde un punto de vista estadístico, el más cercano podría estar a apenas 12 años luz.
Es una buena noticia para los astrobiólogos. Sin embargo, en los últimos años, los cazadores de planetas han comprendido que no hay razón para limitar la búsqueda a las estrellas parecidas a nuestro Sol. «Cuando estaba en el instituto, nos enseñaban que la Tierra orbita en torno a una estrella corriente –dice David Charbonneau, astrónomo de Harvard–. Pero eso no es cierto.» De hecho, alrededor del 80 % de las estrellas de la Vía Láctea son cuerpos pequeños, fríos, tenues y rojizos, denominados enanas M. Si un planeta semejante a la Tierra orbitara en torno a una enana M a la distancia justa (mucho más cerca que la Tierra del Sol para evitar el frío excesivo), podría ser tan acogedor para el desarrollo de la vida como un planeta igual a la Tierra que gire en torno a una estrella parecida a nuestro Sol.
Además, actualmente los científicos creen que un planeta no tiene por qué ser del mismo tamaño que la Tierra para ser habitable. «En mi opinión –dice Dimitar Sasselov, otro astrónomo de Harvard–, cualquier medida entre una y cinco veces la masa de la Tierra sería ideal.» En pocas palabras, la variedad de planetas habitables y las estrellas en torno a las cuales podrían orbitar probablemente es mucho mayor que la establecida por la conservadora apreciación de Drake y sus colegas en la conferencia de 1961.
Y eso no es todo. Resulta que la gama de temperaturas y ambientes químicos donde podrían proliferar organismos extremófilos también su­­pera con mucho las expectativas más optimistas de los asistentes a la conferencia de Drake. En la década de 1970 oceanógrafos como Robert Ballard descubrieron las chimeneas hidrotermales: fisuras del fondo oceánico de las que mana agua a elevadísimas temperaturas y en cuyo entorno se desarrolla un variado ecosistema de bacterias que se alimentan de sulfuro de hidrógeno y otras sustancias químicas disueltas en el agua, y que a su vez son el sustento de otros organismos. También se han hallado formas de vida en fuentes termales y en los gélidos lagos situados a cientos de metros de profundidad bajo el manto de hielo antártico, así como en medios extremadamente ácidos, alcalinos, salados o radiactivos, e incluso en grietas diminutas de rocas situadas a un kilómetro o más de profundidad. «En la Tierra son nichos aislados –dice Lisa Kaltenegger, que trabaja en Harvard y en el Instituto Max Planck de Astronomía–. Pero no sería descabellado pensar que en otro planeta alguna de esas condiciones fuera la dominante.»
El factor que según los biólogos es esencial para la existencia de vida tal como la conocemos es el agua en estado líquido: un poderoso solven­te capaz de transportar los nutrientes disueltos a todas las partes de un organismo. En lo que se refiere a nuestro sistema solar, sabemos desde la misión de la sonda Mariner 9 a Marte en 1971 que en el pasado fluyó el agua por la superficie del planeta rojo. Por lo tanto, es posible que haya existido allí la vida, al menos en forma microbiana, y puede que aún queden vestigios de aquellas formas de vida en el subsuelo, donde quizá sea posible encontrar agua en estado líquido. Europa, la luna de Júpiter, presenta grietas en su superficie helada, y relativamente joven, lo que indica que bajo el hielo hay un océano de agua líquida. Al encontrarse a 800 millones de kilómetros del Sol, el agua de Europa debería estar totalmente congelada. Sin embargo, parece que se mantiene en estado líquido gracias al calor generado por las mareas provocadas por el tirón gravitatorio de Júpiter y de otras lunas jovianas. En teoría, bajo los hielos de Europa podría existir vida.
En 2005, la sonda Cassini de la NASA localizó chorros de agua eyectados de la superficie de Encélado, un satélite de Saturno. Mediciones realizadas más tarde por la nave y dadas a conocer en abril de este año confirman que también allí podría haber una fuente subterránea de agua. Sin embargo, los científicos aún no saben cuánta agua puede haber bajo la costra helada de Encélado, ni si ha permanecido en estado líquido durante el tiempo suficiente como para permitir la existencia de la vida. En la superficie de Titán, el satélite más grande de Saturno, hay ríos, lagos y lluvia. Pero el ciclo meteorológico de esta luna se basa en hidrocarburos líquidos, como el metano y el etano, no en el agua. Puede que allí haya alguna forma de vida, pero es muy difícil imaginar cómo será.
Marte es mucho más parecido a la Tierra que cualquiera de esas lunas distantes, y está mucho más cerca. La búsqueda de vida ha inspirado casi todas las misiones al planeta rojo. El Curiosity de la NASA está explorando actualmente el cráter Gale, donde hace miles de millones de años hubo un lago enorme y el ambiente químico pu­­do ser acogedor para los microbios, si existieron.
Una cueva en México no es Marte, por supuesto, ni un lago en el norte de Alaska es Europa. Pero la búsqueda de vida extraterrestre ha llevado a Kevin Hand, astrobiólogo del JPL, y a los otros miembros de su equipo, entre ellos John Leichty, al lago Sukok, en Alaska. La misma indagación ha hecho que Penelope Boston y sus colegas visiten en múltiples ocasiones la venenosa cueva de Villa Luz, cerca de Tapijulapa, en México. En ambos sitios los investigadores han puesto a prueba nuevas técnicas para detectar signos de vida en ambientes que a grandes rasgos son similares a lo que podrían encontrar las sondas espaciales. En particular, buscan biofirmas, es decir, signos visuales o químicos de la presencia de vida pasada o presente.
Consideremos por ejemplo la cueva mexicana. Gracias a las sondas orbitales sabemos que en Marte hay cuevas, y precisamente en esos lugares es donde podrían haberse refugiado los microbios cuando el planeta empezó a perder la atmósfera y el agua superficial hace unos 3.000 millones de años. Esos habitantes de las cuevas marcianas habrían tenido que sobrevivir con una fuente de energía diferente de la luz solar, como hacen estas gotas que exudan las paredes de la cueva mexicana y que tanto fascinan a Boston. Los científicos denominan a estas formaciones mucosas snottites. En la cueva hay miles, con longitudes que van de un centímetro a más de medio metro. En realidad son biopelículas, comunidades de microorganismos unidos en una masa viscosa.
Los microbios de las snottites son quimiótrofos, me explica Boston. «La oxidación del sulfuro de hidrógeno es su única fuente de energía, y la producción de esta especie de moco es parte de su estilo de vida.»
Las snottites son solo una de las diversas comunidades microbianas presentes en la cueva. Boston, del Instituto de Minería y Tecnología de Nuevo México y del Instituto Nacional de Investigación de Cuevas y Formaciones Cársticas, afirma que debe de haber alrededor de una docena de comunidades diferentes de microbios en la cueva. «Cada una tiene un aspecto físico distintivo, y cada una aprovecha diferentes sistemas de nutrientes.»
Una de esas comunidades es particularmente interesante para la microbióloga y sus colegas. No forma goterones ni burbujas, pero produce dibujos en las paredes de la cueva: puntos, líneas e incluso redes de líneas que casi parecen jeroglíficos. Los astrobiólogos han bautizado esos dibujos con el nombre de biovermiculaciones, término derivado de la palabra «vermicular», que significa «semejante a un gusano».
Se ha observado que los microorganismos presentes en las paredes de la cueva no son los únicos que producen trazos como estos. «Pueden verse en diferentes escalas, por lo general en lu­­gares donde escasea algún recurso», dice Keith Schubert, ingeniero de la Universidad Baylor especializado en sistemas de obtención de imágenes que acudió a la cueva de Villa Luz para instalar cámaras que permitan monitorizar a largo plazo el interior de la caverna. Según él, las hierbas y los árboles de las regiones áridas también crean motivos biovermiculares. Y lo mismo puede decirse de las costras biológicas, comunidades de bacterias, musgos y líquenes que cubren el suelo de los desiertos.
Si esta hipótesis se confirma, Boston, Schubert y otros científicos que están documentando las biovermiculaciones pueden haber hallado un elemento de importancia crucial. Hasta ahora, muchos de los marcadores de vida que han buscado los astrobiólogos son gases, como el oxíge­no producido por algunos organismos terrestres. Pero el tipo de vida que produce una biofirma de oxígeno puede ser solo uno entre muchos.
«Lo que me entusiasma de las biovermiculaciones es que las hemos visto en muchas escalas diferentes y en ambientes totalmente distintos –dice Boston–, y aun así el carácter de los dibujos es muy similar.» Schubert y ella creen muy probable que esos patrones, basados en sencillas reglas de crecimiento y competencia por los re­cursos, sean literalmente una firma universal de la vida. En las cuevas, además, los trazos perma­necen, incluso cuando las comunidades microbianas mueren. Si un vehículo de exploración encontrara algo así en las paredes de una cueva marciana, «sabríamos hacia dónde dirigir la atención», dice Schubert.
En la otra punta de américa del Norte, los científicos e ingenieros que tiritan de frío en el lago Sukok tienen una misión similar. Trabajan en dos puntos diferentes del lago: uno de ellos junto a un núcleo de tres pequeñas tiendas de campaña que los científicos han bautizado como «Nasaville», y el otro, con una sola tienda, más o menos a un kilómetro de distancia. Como el metano que sube burbujeando desde el fondo del lago agita el agua, hay algunos puntos donde no se forma hielo. Por eso los científicos tienen que dar un largo rodeo cuando se desplazan en motos de nieve de un campamento a otro.
El metano fue lo primero que atrajo a los científicos al Sukok y otros lagos cercanos de Alaska en 2009. Se trata de un hidrocarburo gaseoso muy corriente generado por unos microorganismos que descomponen la materia orgánica y que reciben el nombre colectivo de metanógenos. La presencia de metano podría ser, por lo tanto, otra de las biofirmas que los astrobiólogos podrían buscar en otros mundos. Pero este gas también puede proceder de erupciones volcánicas y otras fuentes no biológicas, y se forma de manera natural en la atmósfera de planetas gigantes como Júpiter y en satélites como Titán. Por eso es crucial para los científicos distinguir entre el metano biológico y el de origen no biológico. Cuando el objeto de interés es el helado satélite Europa, como le sucede a Kevin Hand, el lago Sukok, rico en metano y con la superficie helada, no es un mal lugar para empezar.
Hand, Explorador Emergente de National Geographic, prefiere Europa a Marte como terreno para la astrobiología por una razón. Suponga­mos que vamos a Marte, explica el astrobiólogo, y encontramos en el subsuelo organismos vivos basados en el ADN, como la vida en la Tierra. Eso podría significar que el ADN es una molécula universal de la vida, lo que sin duda es posible. Pero también podría querer decir que la vida en la Tierra y la vida en Marte tienen un origen común. Sabemos con certeza que algunas rocas arrancadas de la superficie de Marte por impactos de asteroides han acabado en la Tierra, y también podría ser que fragmentos rocosos de la Tierra hayan ido a parar a Marte. Si esas rocas viajeras llevaban en su interior microorganismos capaces de sobrevivir al trayecto, lo cual cabe dentro de lo posible, entonces pudieron sembrar la vida en el planeta de destino. «Si se descubre que la vida en Marte está basada en el ADN –dice Hand–, no podremos saber si estamos o no ante un origen independiente del ADN.» Pero Europa está muchísimo más lejos. Si encontráramos vida en ese satélite, tendríamos que pensar que se originó de forma independiente, aunque también esté basada en el ADN.
Europa parece reunir los ingredientes básicos para la vida. Hay agua líquida en abundancia, y es posible que en los fondos oceánicos haya chimeneas hidrotermales similares a las de la Tierra que podrían aportar los nutrientes necesarios para cualquier forma de vida que pueda existir allí. En la superficie, este satélite recibe periódica­mente el impacto de cometas, cargados de com­puestos químicos orgánicos que también podrían servir de base para la vida. Las partículas de los cinturones de radiación de Júpiter disocian el hidrógeno y el oxígeno del hielo, formando toda una serie de moléculas que los organismos vivos podrían utilizar para metabolizar los nutrientes químicos de las fuentes hidrotermales.
El gran enigma es cómo podrían esas sustancias químicas atravesar la capa de hielo, que pro­bablemente tiene entre 15 y 25 kilómetros de grosor. Las misiones Voyager y Galileo revelaron que el hielo está lleno de grietas. A principios de 2013, Hand y el astrónomo Mike Brown, del Caltech, utilizaron el telescopio Keck II para demostrar que las sales del océano de Europa posiblemente se están abriendo paso hasta la superficie, quizás a través de algunas de esas grietas. Posteriormente, ese mismo año, otro equipo de observadores, empleando esta vez el Telescopio Espacial Hubble, detectó penachos de agua líquida en el polo sur del satélite. Evidentemente, los hielos de Europa no son impenetrables.
Todo esto hace que la idea de enviar una sonda orbital a Europa sea cada vez más atractiva. Por desgracia, la misión que el Consejo Nacional de Investigación de Estados Unidos evaluó en su informe de 2011 fue considerada demasiado costosa: el presupuesto era de 4.700 millones de dólares. Entonces un equipo del JPL dirigido por Robert Pappalardo volvió a empezar de cero y rediseñó la misión. La sonda Europa Clipper orbitaría Júpiter, y no Europa, ahorrando así mucho combustible y dinero, pero sobrevolaría unas 45 veces el satélite, lo que permitiría estudiar su química superficial y atmosférica, y también de forma indirecta la química de su océano.
Según Pappalardo, la misión rediseñada costaría menos de 2.000 millones de dólares a lo largo de toda su vida útil. Si finalmente se aprueba, «esperamos que el lanzamiento tenga lugar entre comienzos y mediados de la década de 2020». Si para el lanzamiento se usa un cohete Atlas V, el viaje a Europa durará unos seis años. «Pero también es posible –añade– que podamos lanzar la sonda con el SLS, el nuevo sistema de lanzamiento espacial que está desarrollando la NASA. Es un cohete muy grande, con el que podríamos llegar en 2,7 años.»
Es poco probable que la Clipper sea capaz de encontrar vida en Europa, pero puede ayudar a abrir el camino para el envío de un módulo de aterrizaje que explore la superficie y estudie su composición química, como se hace en Marte con los todoterrenos. La Clipper también podría buscar los mejores sitios para aterrizar. El siguiente paso lógico, tras el módulo de aterrizaje, sería enviar una sonda para explorar el océano, lo cual, según el grosor de la capa de hielo, podría ser mucho más complicado. Como alternativa, los científicos de la misión podrían tratar de localizar un lago contenido dentro de la capa de hielo, cerca de la superficie. «Cuando esa sonda de exploración subacuática entre por fin en funcionamiento –dice Hand–, en términos evolutivos será como haber llegado a la fase de Homo sapiens, mientras que ahora, haciendo pruebas en Alaska, estamos en la de Australopithecus.»
El vehículo relativamente tosco que Hand y su equipo están probando en el lago Sukok se desplaza bajo una capa de 30 centímetros de hielo. Su flotabilidad lo mantiene firmemente adherido a la cara inferior de la costra helada, donde sus sensores miden la temperatura, la salinidad, el pH y otras características del agua. Pero no busca directamente organismos. Esa misión corresponde a los científicos que trabajan al otro lado del lago. Uno de ellos es John Priscu, de la Universidad del Estado de Montana, quien el año pasado extrajo bacterias vivas del lago subglacial Whillans, 800 metros por debajo del manto de hielo de la Antártida Occidental. Junto con la geobióloga Alison Murray y la estudiante de posgrado Paula Matheus-Carnevali, Priscu investiga qué características deben tener los ambientes gélidos para acoger vida y qué tipos de organismos viven en ellos.
Por muy valioso que sea el estudio de los organismos extremófilos, solo puede proporcionar indicios terrestres para un misterio extraterrestre. Muy pronto, sin embargo, dispondremos de otro medio para rellenar las lagunas de la ecuación de Drake. La NASA ha aprobado un nuevo telescopio cazador de planetas, el Satélite de Búsqueda de Exoplanetas en Tránsito (TESS, por sus siglas en inglés), cuyo lanzamiento está previsto para 2017. El TESS buscará planetas en torno a las estrellas más cercanas y localizará candidatos para que los astrofísicos intenten detectar biofirmas gaseosas en las atmósferas planetarias. El Telescopio Espacial James Webb, cuyo lanzamiento está previsto para 2018, facilitará en gran medida esas investigaciones.
Algunos astrobiólogos están considerando incluso una posibilidad que parece más propia de la ciencia ficción. Todo el estudio de las biofirmas y los organismos extremófilos parte de la base de que la vida en otros planetas, como la vida en la Tierra, utilizará el agua como solvente y estará basada en moléculas complejas que incorporen el carbono como parte esencial de su estructura. Una de las razones de ese punto de vista es que el carbono y el agua abundan en toda la Vía Láctea. La otra es que no sabemos cómo buscar formas de vida que no estén basadas en el carbono, ya que no conocemos sus biofirmas.
«Si limitamos de ese modo nuestra investigación, podríamos fracasar –advierte Sasselov, de Harvard–. Tenemos que hacer un esfuerzo para comprender por lo menos algunas de las alternativas y determinar cuáles serían sus biofirmas atmosféricas.» Así pues, su equipo en Harvard está buscando biologías alternativas que podrían existir en mundos distantes, donde, por ejemplo, el ciclo del azufre podría reemplazar al del carbono, que domina la biología terrestre.
Como telón de fondo de toda esta investigación se mantiene el proyecto que puso en marcha la astrobiología hace más de medio siglo. Frank Drake continúa buscando señales extraterrestres, un descubrimiento que superaría a cualquier otro. Aunque lamenta que casi toda la financiación de los proyectos SETI se haya cancelado, está entusiasmado con un flamante proyecto que intentará detectar destellos de luz procedentes de civilizaciones extraterrestres. «Tiene sentido probar todos los enfoques posibles –dice–, porque no tenemos ni idea de lo que los extraterrestres podrían estar haciendo realmente.»

nationalgeographic.com

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