Los escépticos, dicen que la Isla de Platón fue sólo una invención para “ambientar” un discurso político que el filósofo griego ya había ensayado en La República y Las Leyes. Y quienes defienden su existencia, argumentan que diversas culturas del mundo hablan de “civilizaciones perdidas” que sucumbieron bajo una catástrofe global, y apuntan a la dorsal mesoatlántica como lecho de la Isla, los presuntos restos submarinos hallados en Bimini en 1968 como prueba de construcciones humanas hundidas en el Atlántico, y los alineamientos celestes de diversos yacimientos arqueológicos del mundo —y que marcarían una coordenada en el pasado— como una “pista” de la fecha “en que ocurrió la catástrofe”. Pero el problema no está en la supuesta existencia de Atlántida. Lo que más martilla la cabeza de los estudiosos es que, si realmente existió, ¿cómo pudo desaparecer en “un día y una noche”, tal y como relata Platón?
La Atlántida —siempre de acuerdo al relato de Platón— era tan grande como Asia menor y Libia juntas. ¿Qué calamidad llevó a hundir semejante territorio? Y si aquellos hombres eran tan sabios, ¿cómo no advirtieron la destrucción que se les avecinaba? A menos que el “diluvio” haya sido repentino, sorprendiéndoles en medio de una crisis interna de su cultura.
Durante mi adolescencia, el misterio de la Atlántida me atrajo poderosamente. Pero más tarde descubriría que la Isla de Platón era tan sólo la “Punta del Iceberg”. A los 19 años, en medio de mi búsqueda, me involucré en la Orden de la Rosacruz, antigua escuela esotérica en donde participé activamente por algunos años. En aquellos tiempos, leí algunos textos que hablaban de “Lemuria”, “Hiperbórea”, y otros mundos antediluvianos. Las increíbles historias que describían esas olvidadas civilizaciones coincidían en que sus habitantes “habían perdido el camino”, y que hicieron caso omiso a ciertas señales cósmicas que predecían un cambio planetario de gigantescas proporciones. Aquel cambio, acorde a antiguas enseñanzas esotéricas, sería más o menos traumático según el nivel de frecuencia de los seres humanos. ¿Acaso, ello fue lo que sucedió con la Atlántida? ¿A qué tipo de señales cósmicas se referían aquellos relatos? ¿Y qué significa, exactamente, el nivel de “frecuencia”?
Tuvieron que pasar largos años para hallar una posible respuesta. O por decirlo de otro modo, para comprender un antiguo mensaje que sentí como un viento cuando visité la Pirámide de Kukulkán en Chichen Itzá. “Sabía” —y no me pregunten cómo— que la historia de los mayas y la profecía de 2012 estaba entroncada con un acontecimiento más antiguo y que se podía repetir, poniendo nuevamente al hombre ante una extraordinaria “evaluación”. Una prueba que los hombres de la Atlántida no supieron enfrentar. Kukulkán, y los “hombres barbados” que describe una y otra vez la tradición andina, no querían que se repitiera el mismo episodio con las generaciones del futuro. Por ello la advertencia de 2012. Pero, como decía, la Atlántida es sólo la punta del iceberg. Otras tierras, hoy desconocidas por la mayoría de los hombres, habrían conocido también su final ante inesperados “cambios climáticos extremos”, activados por un fenómeno cósmico que los mayas conocían muy bien. Un fenómeno que es cíclico y que, por lo tanto, se puede predecir. De acuerdo a diversas investigaciones, Hiperbórea y la Lemuria serían tierras más antiguas que la Atlántida. La primera se ubicaba al extremo norte de Europa y Groenlandia, tal y como mencionan insistentemente las leyendas de la vieja Tule. Sileno, filósofo griego, afirmaba que sus habitantes estuvieron en contacto con “otras gentes más allá del mar”. Y la leyenda dice que eran seres gigantes e inmortales. Por otra parte, Lemuria, era una franja de tierra que unía en el pasado las costas sur orientales de África con Madagascar. Precisamente fue el geólogo inglésPhilip Sclater quien la “bautizó” con ese nombre al observar varios grupos de primates lemúridos dispersos en toda la región, separados por el océano Índico. Por ello teorizó un “puente de costa a costa” en una época geológica remota. Del nombre de los primates, acuñó el término “Lemuria”, el lugar en donde habría aparecido el ser humano por primera vez.
Muchos escritores confunden la Lemuria con Mu, otro mundo sumergido, pero esta vez en el océano Pacífico y presuntamente ligado con la cultura maya. El Coronel James Churchward, oficial de la Armada Británica en la India, fue uno de sus principales difusores, argumentando su existencia gracias a una tablas de barro que le mostraron en un templo hindú. Aquellas tablas, llenas de curiosos símbolos, supuestamente narraban el hundimiento de Mu. Y Churchward afirmó, entre otras cosas, que esos símbolos eran idénticos a los que se pueden ver en la Isla de Pascua. Tiempo más tarde, el controvertido arqueólogo francés Augustus Le Pongleon afirmó haber hallado, en 1886, un arcano manuscrito maya en la Península del Yucatán, en donde se describía, a su entender, tierras sumergidas en el océano Pacífico, una afirmación que ya había sido disparada en 1864 por el eminente americanista Charles-Etienne Brasseur de Bourbourg al tomar el “Codex Troano” como el relato de un tierra hundida, llamada también Mu. Como fuere, todos estos indicios, discutidos y cuestionados por la ciencia oficial —desde luego— dieron mayor fuerza a la hipótesis de tierras “hundidas” en el océano Pacífico, tal y como sostienen muchas tradiciones indígenas. Entre ellas, la más consistente y llena de detalles, es la que comparten los indios hopi. Pero ellos no le llaman Mu, sino “Kasskara”.
ricardo gonzalez
legadocosmico
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